15483 oraciones de ejemplo con generala

La generala, a cada nuevo equívoco o reticencia, mostraba mayor alegría, se desternillaba de risa y daba pie con sus ingeniosas y picarescas respuestas a que el joven se engolfase cada vez más adentro.

La generala quería averiguar quién era la máscara que tantas y tantas buenas cosas sabía.

La generala desplegó el abrigo y se lo metió con la ayuda de Miguel; pero no acababa de dar al cochero la orden de retirarse; la máscara había picado su curiosidad de mujer caprichosa, y buscaba una aventura con el deseo irritado de quien va a despedirse de ellas para siempre.

La generala reía a carcajadas y hallaba cada vez más divertida a su máscara; aparentando juzgarlo todo pura broma, dudaba en el fondo que no fuese verdad y sentía dulcemente acariciada su vanidad.

La generala estaba un poco despechada de la obstinación de Miguel: quería advertir en ella cierta indiferencia disfrazada con el velo del temor.

¿Qué diría la generala Bembo al ver a un muchacho a quien tuvo, más de una vez, sentado en su regazo, ofrecerse como amante?

La generala tardó mucho en mirarle de nuevo; pero esto le importaba a él muy poco: sabía que el golpe estaba dado y que había sido certero, y esperaba confiadamente el resultado.

En efecto, después de largo rato, durante el cual la generala afectó sostener una conversación animadísima con el militar, volvió la cabeza hacia la sala y paseó por ella la mirada sin detenerla en Miguel: a la otra vez, ya la detuvo un poco; a la otra, un poco más; a la otra, ya fue derecha a él.

Miguel, cada vez más dueño de mismo, se atrevió a hacerle seña de que la arrojase: la generala bajó los ojos sonriendo, pero no hizo caso.

La generala cedió al cabo «por compasión, porque temía que hiciese una locura,» citándole para el día siguiente.

Cruzaron por su espíritu las ideas románticas que tienen siempre los jóvenes de corazón, y dijo levantando la cabeza y como hablando consigo mismo: ¡Quién sabe! ¡Cuántas veces nos equivocamos juzgando por la máscara que llevamos puesta en la vida! La mía ha sido siempre impenetrabledijo con exaltación la generala, clavando en él sus ojos húmedos y brillantes.

Por fin la generala se convenció de que Miguel era el hombre que buscaba, el ideal de sus ensueños; le miraba con ternura, le hacía repetir con afán sus enmarañadas psicologías, se enteraba de los últimos pormenores de su vida espiritual y no cesaba de dolerse de no ser más joven para realizar por entero el sueño de amor que toda la vida le había perseguido.

pero ahora, al sondar los inefables misterios que encerraba el alma de la generala, al comprender que su corazón estaba virgen y puro, al adivinar en ella un ser superior, todos sus groseros pensamientos se habían apartado como lava impura; sólo quedaba el oro sin mezcla de una pasión grande y elevada.

Miguel reconocía que era verdad; confesaba que hasta entonces no había amado; era huérfano de padres y de amor, y ofrecía algunas de sus extravagancias morbosas a la generala, como rasgos de una naturaleza superior.

La generala, que se había quedado melancólica, le miraba en silencio suave y tristemente.

Empezó tomando una mano de la generala.

La generala, advertida al cabo, procuró separarlo, pero tan suavemente, que el brazo volvió al instante al mismo sitio; tornó la dama a separarlo más blandamente todavía, y el brazo, cual si tuviera un resorte, volvió a su posición.

, en la calle de Fuencarral, esquina a la de las Infantas, Miguel esperaba a la generala, que debía cruzar en un coche de alquiler.

Abrigaba el designio de ir a otra parte, pero era necesario convencer a la generala.

Al entrar en la berlina, había apretado con efusión la mano enguantada de la generala y la había conservado en su poder.

La generala soltó bruscamente la mano que le tenía cogida, y echó atrás la cabeza con manifiestas señales de hallarse gravemente ofendida.

Buscó con afán argumentos para contrarrestar la lógica de la generala.

No, él no quería rebajar la dignidad de su dueño, él no quería manchar el amor que se tenían; por eso buscaba un sitio que mereciera albergarlo algunos momentos: la misma casa de la generala.

Y se enderezaron a todo el correr del jamelgo hacia la casa de la generala.

Lucía se apeó delante de su casa y entró; Miguel siguió en el carruaje y lo despidió en la primer esquina: allí aguardó a que la generala entreabriese el balcón de su gabinete para entrar también.

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