1292 oraciones de ejemplo con cándida

Luciana estaba radiante y se unía a , muy orgullosa, como si ya le perteneciera mi éxito, y esa cándida vanidad me complacía, a pesar del veneno de la víbora anónima que sentía correr por mis venas.

Luz era la flor; el amor de Ángel, es decir, Ángel entero y verdadero, el sol que la esponjaba; y el ambiente y la luz, los cuadros de humana realidad con que él iba despertando a la cándida soñadora de paraísos alegóricos.

A pesar de aquella vida suya y de aquel traje, parecía tan pura y linda, que estaba uno tentado a creer que jamás dejaría de ser lo que era, cándida niña en cabello, que se preparaba a entrar en el mundo por una puerta al parecer de oro, y que vivía sin tener sospecha siquiera de su existencia.

Las más pequeñas corrían, enseñando hasta media pierna, y no es aventurado decir que Isabelita Bringas y la sobrina de doña Cándida eran las que más alborotaban.

Cándida no bajó, aparentemente «porque estaba cansada de ceremoniales», en realidad porque no tenía vestido.

Como eran amigas del sacristán, vecino de Cándida, pudieron colocarse en la escalera de la capilla hasta vislumbrar, por entre puertas entornadas, la mitra del patriarca y dos velas apagadas del tenebrario, un altar cubierto de tela morada, algunas calvas de capellanes y algunos pechos de gentiles hombres cargados de cruces y bandas; pero nada más.

Mas Cándida, con aquella autoridad de que sabía revestirse en toda ocasión grave, mandó despejar una de las claraboyas para que tomaran libre posesión de ella las niñas de Tellería, Lantigua y Bringas.

niñamanifestó con soberano hastío Cándida, que ayer y hoy no me han dejado vivir.

Las graciosas pollas, en cuya tierna edad tanto valor tenían lo espiritual e imaginativo, no comprendían estas razones prácticas de la experimentada doña Cándida, y todo lo encontraban propio, bonito y adecuado a la doble majestad de la Religión y del Trono...

Repetía los juegos por la terraza; veía a las chicas todas, enormemente desfiguradas, y a Cándida como una gran pastora negra que guardaba el rebaño; asistía nuevamente a la ceremonia de la comida de los pobres, asomada por un hueco de la claraboya, y las figuras del techo se animaban, sacando fuera sus manazas para asustar a los curiosos... Después oyó tocar la marcha real.

¿A qué puerta?, ¿a la de Cándida?

Amparo y Doña Cándida iban delante, a bastante distancia, y no podían oír.

Doña Cándida, como persona inteligente, era la que llevaba la voz en los elogios.

Vieron la alcoba nupcial, el tocador, que según opinión de Doña Cándida, era un museíto muy mono; se recrearon en el gabinete color de rosa, que parecía todo él una gran flor muy abierta; vieron el comedor con sillas y aparadores de nogal imitando las artes antiguas; admiraron las vitrinas en cuyo seno oscuro lucían con suaves cambiantes la plata y el metal Christofle.

Rosalía defendió, no sólo con elocuencia sino con enfado, el primitivo sistema; mas Doña Cándida se echó a reír a carcajadas, comparando las cocinas indígenas con las trébedes y la sartén que usan los pastores para freír unas migas.

Cuando Caballero dio a la llave y corrieron con ímpetu los menudos hilos de agua, todas las mujeres, incluso Doña Cándida, y también Bringas, gritaron en coro.

Por desgracia, Ramona, de acuerdo con la sentencia evangélica, es cándida como las palomas, pero dista muchísimo de cumplir con la primera parte del consejo o del precepto: no es prudente como la serpiente.

Quedó algunos instantes silencioso y se disponía a contestar, cuando vino a interrumpir el tiroteo la entrada de una nueva señorita llamada Cándida, alta, delgada, enjuta y apretada, de la familia de los bacalaos.

Detrás de Cándida entró D.ª Teodora.

Cándida fue a besar la mano del P. Melchor, de quien era hija de confesión, y le consoló, con el respeto, la sumisión y el cariño con que empezó a hablarle, del fracaso que acababa de experimentar.

Unos tras otros fueron llegando Consejero, Cándida, D.ª Filomena, el P. Melchor, Marcelina y, en suma, casi todos los tertulianos habituales.

Aquella noche Cándida, la huesuda señorita que ya conocemos, en vez de ir a besar la mano al P. Melchor y sentarse a su lado y cuchichear toda la velada, fue a hacer lo mismo con el P. Norberto.

Mientras tanto el P. Norberto estaba sorprendido y confuso por las inusitadas atenciones de que era objeto por parte de Cándida.

Así que rara era la joven que se confesaba con él, ni menos la que apeteciese su conversación o tuviese gusto en envolverle entre nubes de incienso, como hacía Cándida en aquel momento.

El hijo de Mahoma parecía haber inflamado con sus candentes ojos el corazón indómito de la viajera, y cuando acaso ella vislumbra una romántica aventura de apostasía y matrimonio, cae sobre la cándida chilaba del africano la funesta sombra de una tremenda acusación política, y desaparece el buen mozo prisionero y celado sabe Alah en qué mazmorras inclementes...

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