510 Verbos a usar para la palabra árboles

Jamás un hombre fué mejor comprendido que lo fuí yo; y era de verse, el primer año, como hombres, mujeres, ancianos y niños, a porfía, cambiaban el aspecto de sus casas, ensanchaban sus corrales, plantaban árboles en sus huertos, y aprovechaban hasta los más humildes rincones de tierra vegetal para sembrar allí las más hermosas flores y las más raras hortalizas.

Antes que la inexorable hacha del leñador haya cortado en viguetas, palos y ramajes el árbol caído, transcurren aún muchos días durante los cuales podemos aventurarnos á pasar por el singular puentecillo, festoneado de guirnaldas de hiedra bañada por la corriente.

La fábrica, desde luego, es una enorme construcción que, lejos de estar rodeada de árboles, se levanta en medio de un espacio desnudo casi á la altura de las colinas cercanas.

Y el profesor vió cómo cogía con ambas manos un árbol que le llegaba á la cintura, empezando á moverle á un lado y á otro, cual si pretendiese arrancarlo del suelo.

También estaba muy hecha a aquellas costumbres tan metódicas: a misa por la mañana, el almuerzo a las diez, la comida a las seis, y entre uno y otra, lo más delicioso del día, que era la merienda de pan y fruta, que se me permitía comer en el jardín, corriendo, saltando y hasta trepando a los árboles, lo que no era muy bonito para una joven.

Ya el humo que se levanta de las casas se confunde con las lejanas brumas, y en las orillas, pobladas de árboles de dorada corteza, no aparecen más que cabañas y raras quintas medio ocultas en la verdura.

Por lo cual, desconfiando el P. Neuman de poderlos reducir, dió la vuelta, dejando colgados de un árbol de la playa, algunos abalorios y otras cosillas.

Presumimos que nos va á suceder lo que á los monos de poco tiempo: se suben al árbol para coger cocos, y las más de las veces son aplastados por la misma fruta que quieren coger.

un indio de Loja llamado Pedro de Leyva bebió, para calmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina.

ESCENA VII Bosque inmediato a Teruel MARSILLA, atado a un árbol Infames bandoleros, que me habéis a traición acometido, 310 venid y ensangrentad vuestros aceros: la muerte ya por compasión os pido.

Subimos por el río arriba, y habiendo andado como dos millas, llegó a nuestros oídos el son de muchos y varios instrumentos formado, y luego se nos ofreció a la vista una selva de árboles movibles que de la una ribera a la otra ligeramente cruzaban; llegamos más cerca, y conocimos ser barcas enramadas lo que parecían árboles, y que el son le formaban los instrumentos que tañían los que en ellas iban.

La presencia de árboles grandes indica siempre, en la vertiente que los produce, tierra vegetal de bastante espesor y abundante agua de riego: de modo que, gracias á la distribución de bosques y praderas, pueden leerse de lejos algunos secretos de la montaña, siempre que el hombre no haya intervenido brutalmente derribando los árboles y modificando el aspecto del monte.

De paso dejamos sin un fruto los árboles de argán que fuimos encontrando.

Parecía que arrancaba un árbol del suelo, y al levantarlo asemejose a San Cristóbal apoyado en su palma.

Dividido en tres partes, la una es propiamente un pequeño y hermoso parque sombreado por árboles seculares y magníficos; las otras dos contienen separadamente el jardín Zoológico y el Botánico.

Pero cuando el camino es cómodo, cuando la montaña ofrece buenos resbaladeros, por los cuales se puede hacer bajar con un solo impulso los troncos pelados, cuando al pie de la pendiente el torrente del valle tiene bastante fuerza para arrastrar los árboles en balsas hasta la llanura ó para dar movimiento á poderosas sierras mecánicas, en gran peligro están los bosques de caer á manos de los leñadores.

No fumaba; había entrado dos ó tres veces en su vida en casa de Copa, y los domingos, si tenía algunas horas libres, en vez de estarse en la plaza de Alboraya puesto en cuclillas como los demás, viendo á los mozos guapos jugar á la pelota, íbase al campo, vagando sin rumbo por la enmarañada red de sendas, y si encontraba algún árbol cargado de pájaros, allí se quedaba embobado por el revoloteo y los chillidos de estos bohemios de la huerta.

En Asturias aballar se dice del sacudir el árbol con las manos para que caiga el fruto, ó las hogazas en el horno para que no se peguen al suelo, andar ó trabajar de prisa; en la Sierra de Gata por correr sin detenerse por estorbos.

Este don variaba en los diferentes cuentos: en unos era una bolsa, de donde salía todo lo que se deseaba con decir unas cuantas frases sacramentales; en otros, una semilla maravillosa que plantada se convertía en poco tiempo en un árbol, de tal naturaleza, que daba madera para diez o doce fragatas y otros tantos bergantines, y todavía sobraba.

Hasta me parece que me he convertido en parte integrante del medio que nos rodea; me siento homogéneo á las hierbas flotantes, á la arena que se arrastra por el fondo, á la corriente que hace oscilar mi cuerpo; miro con extrañeza los árboles que se inclinan sobre el arroyo, los espacios del cielo azul que se ven por entre las ramas, y el escueto contorno de las montañas que distingo á lo lejos en el horizonte.

Preséntase el bosque como un ejército, formando á sus árboles en batalla, como si fueran soldados.

La tierra es toda estéril, y llena de peñasqueria, ni se hallan árboles en cuanto alcanza la vista.

Martín abrió la portezuela, y, al sentarse, dirigiéndose a la superiora, dijo: Respecto a usted, señora, si vuelve usted a chillar, la voy a atar a un árbol y a dejarla en la carretera.

Ya no colgaban de los árboles de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres: las muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza á tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar á cada revuelta de la trocha á los ballesteros de su muy amado señor.

El Magistral, perdiéndose por senderos cubiertos por los árboles, bajaba hacia Vetusta cantando entre dientes, y tiraba al alto el capullo que volvía a caer en su mano, dejando en cada salto una hoja por el aire; cuando el botón ya no tuvo más que las arrugadas e informes de dentro, don Fermín se lo metió en la boca y mordió con apetito extraño, con una voluptuosidad refinada de que él no se daba cuenta.

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